Por Mamen Sanjuán
Josep Pla decía: “(…) de la ciudad, lo que más me gusta son las calles, las plazas, la gente que pasa ante mí y que probablemente no veré nunca más (Prólogo a Cartas de lejos, 1927).
Sobra decir que el gran Pla no fue un urbanista, ni un geógrafo, ni un arquitecto…, pero como ciudadano tenía una idea de ciudad bastante más clara que muchos teóricos, (más bien pseudoteóricos), del urbanismo. Desgraciadamente hoy no podemos saber que opinaría él sobre el proyecto de la Ecoaldea Daroca.
Yo, como ciudadana, lo considero un experimento urbanístico-arquitectónico; un ejemplo más de “urbanismo de productos” que no responde tanto a una visión de ciudad, sino más bien a una oportunidad de negocio.
Estamos viviendo una época curiosa: se exalta la ciudad pero, al mismo tiempo, con frecuencia se practica una arquitectura “urbanicida”. O quizá fuese más exacto decir que esta arquitectura es la expresión de unos procesos urbanos que niegan la ciudad; un urbanismo del miedo, del miedo a la ciudad; un urbanismo de mercado que, en lugar de enfrentarse a sus efectos desequilibradores, se adapta a sus dinámicas, vende la ciudad al mejor postor y deja que se extienda una urbanización difusa que multiplica las desigualdades sociales; un urbanismo que se expresa en arquitecturas banales, en crear zonas aisladas y aislantes.
Todos los proyectos cuyo nombre empieza por… “La Ciudad de XXX” (rellénese XXX con “el juego”, “las artes y las ciencias” “el automóvil”,… y se tendrán diversos ejemplos de ciudades o barrios de cartón-piedra, parques temáticos y monocultivos de uso más que discutible, sectorizados y abandonados a determinadas horas y días de la actividad urbana). Estos son ejemplos claros del trasnochado principio zonificador que optaba por dividir la ciudad en trozos monotemáticos, generadores de tráficos y consumos energéticos entre cada trozo que hoy no podemos seguir asumiendo.
Entonces, ¿por qué colonizar nuevos territorios? Aunque sólo fuera por el ahorro energético en transporte, la opción debería ser considerada como una alternativa, pero esta decisión tiene una trascendencia mayor, incluso, por su incidencia en el tejido económico y social de la ciudad.
Existen experiencias en todo el mundo que muestran la viabilidad económica y la eficacia urbanística de centros integrados en el paisaje y la vida ciudadana. ¿Por qué razón la gestión urbanística pública no evita las operaciones especulativas y la creación de zonas segregadas por doquier?. ¿Por qué tenemos que admitir complejos urbanísticos residenciales, comerciales, etc., que den la espalda al espacio público. ¿Ganamos algo los ciudadanos con que se creen nuevos barrios a cinco kilómetros del núcleo urbano, para que otros especulen con los terrenos intermedios?
Como ya dije en un anterior escrito, algunos estamos convencidos de que el acento debe ponerse en el crecimiento compacto de la ciudad, en la renovación y transformación del tejido urbano existente, con coherencia y con el criterio de minimizar la urbanización de nuevo suelo.
Las últimas tendencias en urbanismo relacionan tácticamente las políticas de rehabilitación con una recuperación del sector de la construcción inmobiliaria. García Bellido, ya en 1979, tras la famosa crisis del petróleo de los años anteriores, exponía su tesis sobre el llamado crecimiento centrípeto (hacia el centro), cuando está en crisis la expansión urbanizadora centrífuga (hacia el extrarradio).
Debemos ser conscientes que el urbanismo puede “crear ciudad” o contribuir a deshacerla.
Eso se llama negocio, las ciudades crecen pero a costa de qué y de quien?