Por José Félix Tezanos
Cada vez es mayor la proporción de españoles que piensa que el actual Gobierno del PP no tiene un proyecto concreto para salir de la crisis, sino que va improvisando día a día sobre la marcha. El problema es que la percepción predominante sobre la oposición no es muy diferente.
Tal estado de opinión está teniendo una influencia sumamente negativa sobre múltiples aspectos sociales.
La principal influencia crítica se releja en la propia marcha de la economía, sobre la que inciden todo tipo de pesimismos y comportamientos desimplicativos. Lo cual es lógico, ya que es muy difícil pedirle a alguien que invierta, que arriesgue, que ponga en marcha una iniciativa, que amplíe una actividad, o que adquiera determinados bienes sustanciales de consumo, si piensa que aquellos que están al frente del Gobierno y de la economía se encuentran totalmente despistados y siguen un rumbo errático, confuso y desordenado.
Lo preocupante es que este clima de escepticismo y desconfianza institucional se ha extendido hasta los rincones más recónditos de la sociedad, e incluso las personas que tienen menor capacidad adquisitiva están haciendo recortes en sus gastos (”por lo que pueda pasar”, dicen), en una forma que está erosionando los niveles medios de consumo y de dinamismo normalizado de cualquier economía moderna.
Tales climas de pesimismo y desconfianza están generando una pátina genérica de tristeza y desencanto que afecta tanto al campo de lo económico y lo laboral, como de lo político, lo social y lo cultural. De alguna manera, todo lo que está ocurriendo conforma un cierto retorno a la imagen de una España triste.
La España triste Somos muchos los que viven –vivimos– esta regresión a la realidad de una España triste y en decadencia con la correspondiente dosis de melancolía y pesadumbre, después de un período en el que se había logrado avanzar resueltamente por la senda de la modernización y el progreso económico y social. ¡Qué pena que mucho de esto se tire por la borda!
Las potencialidades actuales de España y las cotas que se habían alcanzado en determinados aspectos no justifican los niveles de negatividad, pesimismo y desconfianza a los que se está llegando, y que no hacen sino alimentar y reduplicar los componentes críticos de la situación, en el contexto de unas explicaciones y discursos conservadores que no ayudan en nada a remontar ni la depresión económica, ni la psicología.
¿Cómo se ha podido llegar a la situación actual? Sin duda, a base de errores, ocurrencias, improvisaciones y dejaciones. Y también de una dinámica política en la que se han hecho patentes algunas disfuncionalidades de nuestro entramado jurídico-constitucional y determinados vicios de las prácticas políticas establecidas. Aspectos ambos que será preciso intentar enmendar sin demora.
Pero antes de nada, lo principal –y lo que reclama la opinión pública– es superar el tono de negatividad y pesimismo que impregna la actividad política. Si en los círculos políticos no se reacciona de la debida forma, y si no se cambia el tono, los enfoques y los discursos, será muy difícil que se modifique el clima de la opinión pública y que se empiece a operar con sentido positivo y constructivo.
Parece mentira, en este sentido, que a estas alturas no se entienda la importancia que tienen los componentes psicológicos y perceptivos en la buena funcionalidad de la vida política y económica.
¿Cómo se puede cambiar este clima? Desde luego no en base, solamente, a voluntarismos y a subjetivismos compensatorios de signo diferente. Los problemas de fondo de la sociedad española en estos momentos no son de índole subjetiva-negativa (estos son un repercutidor negativizante, paralizador y empeorador), sino de carácter sociológico y político. Es decir, en buena parte lo que está fallando es el liderazgo político y por extensión la forma en la que muchos ciudadanos ven –y valoran– el actual entramado de participación y de legitimación política, que presenta déficits y carencias crecientes.
Lo más llamativo para muchos ciudadanos, y lo que más se echa en falta, es un diagnóstico riguroso y preciso de los problemas actuales de España –que en gran parte se conectan a problemas internacionales específicos, entre ellos una calamitosa crisis financiera– y la correspondiente carencia de un debate serio de ideas y de propuestas orientadas a solucionar los problemas. Por eso, a partir de estos hechos, la alternativa sanguinaria de pretender resolver todo a base de hachazos, recortes e involuciones genéricas ha acabado resultando contraproducente y generadora de serias tensiones y problemas. Problemas que acabarán dando la cara, tarde o temprano, y posiblemente a gran escala.
Lo que está ocurriendo recuerda las prácticas pseudomédicas de los viejos curanderos que lo pretendían sanar todo con sangrados y cataplasmas, depositando en las cuchillas y las sanguijuelas una fe mágica; y tomando los alivios temporales poco menos que como si de una evidencia empírica se tratara, mientras que sus pobres enfermos acababan exhaustos y desangrados hasta perder el último aliento de vida. Eso sí, en el postrer momento –según se sostenía– todo ocurría –u ocurre– por “designio de la voluntad suprema”, y no a causa de errores propios de matarifes y/o de directores aficionados de películas de vampiros de serie B.
Si cualquiera de nosotros se encontrara mal y acudiera a un médico en busca de un diagnóstico y un remedio, y en vez de eso se topara con unos galenos estirados y relamidos que le sermonearan solemnemente sobre lo malo que es encontrarse enfermo, e, incluso, clamaran de continuo sobre lo muy mal que estamos, sobre el mal aspecto que se nos está poniendo y sobre el empeoramiento que nos espera…, lo más seguro es que nos acabáramos cansando bien pronto, e inquiriéramos firmemente a los médicos sobre lo que tenemos y sobre las soluciones que la medicina moderna ofrece a nuestros padecimientos. Pero, desde luego, ninguno aceptaríamos titubeos taimados, explicaciones de trileros, confusiones, retrasos, cambios continuos de remedio –mientras vamos empeorando– y remisión de todas las eventuales soluciones a unas lejanas calendas griegas y a lo que puedan decidir unos rígidos y doctos especialistas situados en lejanos e ignotos lugares.
En este supuesto, los más nerviosos e inquietos preguntarían de inmediato, ¿Pero qué es lo que me pasa realmente doctor? ¿Tiene remedio? ¿Qué hay que hacer? ¿De qué me van a operar?
Y si ante estas preguntas apremiantes, los confusos, diletantes y perplejos doctores nos respondieran dándonos más largas y aplicándonos más sangrías y cortes de urgencia, lo más seguro es que ni nosotros ni nuestros familiares aceptaríamos tal forma de proceder y acudiríamos de inmediato a un hospital moderno que tuviera equipos médicos competentes y eficaces. A no ser, claro está, que nuestro estado de ánimo hubiera llegado a estar tan decaído que ya ni siquiera fuéramos capaces de reaccionar y que nuestros familiares, por comodidad o por resignación, aceptaran pasivamente los tristes designios de la fatalidad.
Pero en esas estamos, viendo cómo se aplican políticas y recetas rudimentarias que denotan una evidente falta de ideas y proyectos que realmente conduzcan a donde se necesita en este momento: es decir, a recuperar la confianza y las inversiones, a posibilitar el crédito y las iniciativas emprendedoras, a volver a crecer económicamente y, sobre todo, a generar nuevos empleos decentes, que permitan a los españoles –sobre todo a muchos jóvenes– vivir dignamente, sentirse útiles, aplicar en su profesión o empleo los conocimientos adquiridos y pertenecer a una sociedad en la que seamos tratados como ciudadanos de primera categoría, con derechos y oportunidades, y no como material sobrante y desechable.
Fuente: Temas para el debate