Nuestro sistema financiero ha sido muy dependiente de la financiación exterior para atender las necesidades de la demanda privada ligada al sector inmobiliario.

Es cierto que en España la deuda privada crecía en exceso durante el boom inmobiliario mientras se construían la mitad de todas las viviendas que se edificaban en Francia, Alemania y Reino Unido juntas. Es cierto que se carecía de la necesaria regulación y supervisión financiera internacional y que no se tomaron las medidas necesarias para evitar y romper la burbuja. Pero también es cierto que, entonces, las Agencias de Calificación de Riesgos nos daban la máxima calificación crediticia y que los bancos extranjeros, fundamentalmente alemanes, prestaban dinero a nuestras entidades sin ningún reparo por parte ni del Bundesbank ni del BCE.

Durante ese “milagro español” que fue la burbuja, ni nosotros ni nadie se ocupó de aguarnos la fiesta.

Una fiesta financiera que se acabó definitivamente con la caída de Lehman Brothers en septiembre de 2008. Entonces, España era un país de éxito con buenas credenciales de gestión de crisis financieras. Nuestro modelo de supervisión, con las provisiones anticíclicas, era considerado un ejemplo a seguir.

La estrategia del Gobierno de entonces fue llevar a cabo una reforma gradual y persistente de nuestro sistema financiero, persiguiendo que los costes de reestructuración los asumiese la banca y no los ciudadanos, y haciéndolo a un ritmo atemperado, para impedir que el sistema financiero se colapsase. Todo ello bajo la previsión de que la fase más aguda de la crisis se alcanzaría en 2009, para luego ir hacia una lenta pero constante recuperación.

La transformación de nuestro sistema financiero en esos años fue importante. Pasamos de 45 a 15 entidades, se dotaron fuertes provisiones, se amplió el Fondo de Garantía de Depósitos, se creó el FROB y se reformó la estructura de gobernanza de las cajas de ahorro, por citar los cambios más relevantes.

Pero entonces, ninguna institución, ni el FMI, ni la Comisión, ni el BCE, previeron un escenario macroeconómico de recesión tan prolongado, ni de pérdida de confianza del euro como la iniciada a partir de agosto.

Una nueva recesión sin adecuadas políticas de crecimiento significa más desempleo, más morosidad y más activos inmobiliarios en el balance de las entidades, aumentando sus necesidades de capitalización y restringiendo aún más el crédito. Los últimos datos de morosidad bancaria correspondientes al mes de junio, en el que se alcanza el máximo histórico y la evolución del desempleo, avalan esta afirmación.

Quizá las reformas financieras deberían haberse realizado a un ritmo mayor aunque no lo demandara entonces el principal partido de la oposición que ahora, en el Gobierno, tanto se queja. La verdad es que ahora es fácil verlo, pero lo cierto es que entonces se evitó el colapso del sector financiero y que la crisis financiera se ha precipitado en estos últimos meses.

España pidió formalmente el pasado día 25 de junio el rescate bancario al Presidente del Eurogrupo, dañando la imagen de nuestro país y entregando las llaves de nuestra política financiera. El Gobierno ha cometido graves errores que precipitaron los acontecimientos.

En primer lugar, haber diseñado una reforma financiera sin conocer el importe de las necesidades de recapitalización bancaria y sin consensuar el detalle de las condiciones del rescate antes de solicitarlo. Todo ello, ha provocado una gran incertidumbre en los inversores, con la consiguiente presión sobre la prima de riesgo y el tipo de interés de la deuda pública que todavía continúa. El Gobierno abrió en canal al sistema financiero para intervenirlo quirúrgicamente, pero aún no sabía ni cuáles eran los órganos dañados ni el instrumental quirúrgico que disponía. Lo lógico hubiera sido, primero, determinar las necesidades de recapitalización de las entidades financieras. Segundo, diseñar y acordar el mecanismo de financiación de acuerdo con nuestros socios, la UE, el BCE y el FMI. Tercero, articular y presentar la reforma financiera.

En segundo lugar, la pésima gestión de Bankia, anunciando el ministro unas necesidades de capital continuamente crecientes, ha desatado la pérdida de confianza en la solvencia del conjunto de las entidades financieras y ha demonizado al Banco de España.

Estos errores han sido determinantes para llegar a la situación en la que nos encontramos. Los inversores requieren un marco económico y jurídico claro, transparente y seguro antes de decidir invertir y eso no lo encuentran en nuestro país. La petición del segundo rescate la dan por descontada y, de nuevo, será la pésima gestión del Gobierno la causante porque los fundamentos de la economía española no lo justifican. España no se merece ser intervenida.

El memorando que fija las condiciones del rescate de nuestro sistema bancario supone un cambio en profundidad del modelo financiero y de supervisión de vital trascendencia para el futuro de nuestro país. Hubiera sido lógico y deseable democráticamente que las condiciones se hubieran debatido en el Parlamento español antes de su firma, pero el Gobierno y el PP lo han impedido. Se discutió en Parlamentos europeos, como el alemán y el finlandés, pero desgraciadamente no en el español. A la crisis económica el Gobierno le añade también una crisis democrática. Se legisla a golpe de decreto y la verdad es que la mayoría absoluta, conseguida sobre la base del mayor fraude electoral de la historia, no confiere la verdad absoluta.

Puede que el rescate se pudiera haber evitado. Eso es algo que no podremos saber, pero lo que sí sabemos es que la gestión de este Gobierno no podía haber sido peor en términos económicos y políticos.

Inmaculada Rodríguez-Piñero es secretaria de Economía de la Ejecutiva Federal del PSOE

 

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