Por Fernando Delgado
No es el ejercicio de la caridad lo que reclaman los dependientes, sino el cumplimiento de la ley.
La comunidad de Madrid comparte con la valenciana no sólo el escenario de una famosa trama de corrupción, sino un récord escasamente honroso: el 50% de las quejas de los ciudadanos españoles ante el Defensor del Pueblo, bien porque no se les reconocen los derechos que les otorga la Ley de Dependencia, bien por la lentitud extrema a la que se someten sus solicitudes, más el añadido de la falta de información sobre el proceso de sus reclamaciones.
Uno se pone en el lugar de un hijo que ve morir a sus padres esperando que se atienda en justicia a lo que tuvieron derecho, sin que se les haya respondido antes de que expiraran, y lo que se me ocurre pensar de la política que se entretiene en poner piedrecillas en los cojinetes del adversario a costa de nuestras vidas es irreproducible aquí. Y este periódico ha publicado con frecuencia cartas de familiares de personas dependientes que han narrado con todo detalle la desatención por parte del Gobierno de Madrid de la que han sido objeto sus parientes difuntos mientras se acercaban al final de sus vidas. La situación revela tanto una falta de eficacia innegable de la administración madrileña como una carencia absoluta de sensibilidad. Y llama la atención que una y otra ausencia se den con un Gobierno que presume de pragmatismo y hace a la vez innecesaria ostentación de sus principios cristianos. Pero no es el ejercicio de la caridad lo que reclaman los dependientes, ni esperan los ciudadanos la compasión de sus administradores, sino que es el cumplimiento de la ley por lo que en democracia llaman a las puertas de quienes tienen la obligación de atenderlos.
Si hay una situación que, ante la vejez o la enfermedad, produce terror a cualquier ser humano, esa es la de la dependencia. Pero depender de otros sin medios o con medios escasos agrava mucho la desoladora experiencia de un ser dependiente de los demás. Y no sólo la de los que viven por sí mismos esa dependencia, sino la de los que renuncian a sus propias vidas y a sus estipendios para prestar la ayuda necesaria al dependiente querido. Se trata de un problema muy serio y por eso valora uno tanto la existencia de una ley que aborde, si no su solución, al menos su alivio.
Asombra, no obstante, que se haya tardado tanto en implantarla y, a la vista de su desarrollo, cabe dudar de que efectivamente esté implantada. No habrá que eximir al Gobierno de España, que creó la ley, de las culpas que le quepan en su desarrollo, pero si se repasan las comunidades en las que se ha actuado con más celo y en las que menos, es fácil recelar de que el enfrentamiento y la constante oposición a lo que venga del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ha podido enquistar en algunas autonomías la satisfacción de los derechos de los ciudadanos. Y eso es lo que ha sucedido especialmente en las de Madrid y Valencia, protagonistas conjuntas de tantas vicisitudes no precisamente gratas y mucho menos limpias. Si es evidente que una administración opaca es una mala administración, todavía peor, si cabe, es que sea lenta. Pero si esa lentitud afecta a personas en el último tramo de sus vidas es fácil que las respuestas lleguen a los muertos.
El dinero vale dinero en el tiempo, pero el tiempo vale más que el dinero. Y en el caso de los dependientes, no digamos. Parece demasiado obvio todo esto como para tener que recordarlo; es muy evidente, sin embargo, la percepción de que nuestros gobernantes, en este caso autonómicos, lo olvidan. La controversia política por disputas y estrategias partidistas entre el Gobierno de España y algunos ejecutivos autónomos ofrece con frecuencia por lo general un espectáculo deplorable en el que se pierden las energías que nuestros gobernantes necesitarían para servirnos mejor. Y eso es en sí mismo intolerable, despilfarrador y a veces obsceno. Ahora bien, cuando se juega con la vida de la gente, como pasa con el cumplimiento de la Ley de Dependencia, cunde razonablemente la indignación.
La presidenta madrileña, cuyo idilio político con el nuevo ministro de Fomento trató de poner en escena una mejor relación entre administraciones de la que ya había ofrecido atisbos en algún encuentro con el presidente del Gobierno, ha hablado la pasada semana, ante la ministra de Vivienda, de su voluntad de lealtad institucional. Y bueno sería que pasara ahora de las palabras a los hechos y esa lealtad, virtud tan escasa en las instituciones y fuera de ellas, se consumara. Pero si beneficiosa para todos es la lealtad institucional, y por tanto exigible, más obligada es la lealtad al ciudadano que el Gobierno de Madrid deja desamparado por marrulleo político o por negligencia en el cumplimiento de una ley con la que no caben bromas.